domingo, 12 de junio de 2011

París


De pequeña siempre quise ir a París, esa ciudad de la que todos hablaban maravillas.
Pero lo que más me gustaba era esa torre tan alta, de hierro, esbelta y preciosa que adornaba la ciudad.
La veía en películas, en libros, en mapas, intermitentemente en mis sueños, iluminando por la noche con sus luces  parpadeantes cuan color se asemejaba al de as luciérnagas.
Al despertarme, todavía tenía la imagen tan bonita de aquel monumento.
Se lo pregunté mil veces:
"Y su nombre, ¿cuál es?" exigía.
"La Torre Eiffel" decía mi madre.
"Amm... Qué raro. Me gusta."
Pero con el tiempo fui olvidando y aparcando las ganas que tenía de que me llevasen. Mis intentos de convencer a mis padres eran todos en vano. Su repuesta era:
"Cuando crezcas."
Fue por eso que grité y salté, bailé y reí cuando me dijeron hace unos años:
"Vamos a París."
Ese verano de 2009, cargamos las maletas en el coche en un día del mes de agosto, y partimos a la ciudad de
"L´amour".
Como turistas que éramos, visitamos los lugares más famosos y concurridos:
El museo "D´Orsay":


El museo de "El Louvre":


La catedral de "Notre Dame":




... Y la Torre Eiffel...




Al llegar a la cima, como si de unos escaladores nos tratásemos subiendo por una montaña de hierro, nos sentamos agotados. Pero yo no estaba para descansos, quería ver cuáles eran las vistas desde esa vertiginosa altura. Me asomé desde la cúpula y exclamé un "Ah" entrecortado, entre asombrada y cansada por la subida: podías ver casi toda la ciudad, casi todas las casas y monumentos se extendían como pulgas a los pies de la Torre. Fue uno de los paisajes más bonitos que había visto.
Articulé asombrada unas de las pocas palabras que me sabía en francés:
                                                       "París, je t´aime!"